Hay quien dijo que lo más profundo es la piel. Como sea, la piel es la frontera con el mundo. La superficie de la belleza y el lugar de las heridas. Aunque lo disimule, el ojo también es piel. Una particularmente vulnerable. El exterior/interior se organiza en la mirada. Este espacio tiene que ver con la construcción de un modo de mirar. Una forma de subjetividad a través de un modo de mirar teatro.

jueves, 16 de agosto de 2012

Serie Cerro. El decapitado


El Cuiscuis, Emeterio Cerro. Ilustración de Luis Pereyra. 1985
Parece la cabeza de un decapitado. Lo artificioso se juega en esta imagen que ilustra el programa de mano de El Cuiscuis de Emeterio Cerro. La misma que figura en el texto teatral al final de la pieza. Espesa cabellera, una cara texturada por pequeñas líneas que proliferan dando volumen a lo que fuera un rostro. O quizás, meramente, una cara de tela cosida. La cabeza de un muñeco que se desprende del cuerpo mutilado, el cuerpo del sacrificio del desafortunado caballero “es-pag-nol” que viene a liberar a su hermana raptada por los jesuitas y termina devorado por los “perros vaticanos”.
Un elemento discontinuo irrumpe en esa superficie inerte. Una boca casi femenina, como maquillada y atravesada por una luz. Un raro brillo que casi desmiente la muerte. Como si el deseo vibrara aún en esos labios. Es que deseo y muerte quedan plasmados, indisolubles, en el momento último del caballero: “…sus cejas tremulantes de deseo se suspenden erectas al infinito…”
La cabeza como suspendida con el mentón y el cuello engrosados con trazos negros. Un negro desmesurado, ominoso. Un ojo abierto, pero caído, opaco, no ve ni deja ver. El otro cerrado. Pestañas fragmentadas, mejillas que semejan tajos y bordes remarcados. En fin, una imagen que incomoda. Acaso la del rictus de la muerte. Bordes negrísimos que develan el blanco del más allá de esa frontera. El de la ausencia del cuerpo. Blancos y ausencia en una poética sostenida en el vacío.