Hay quien dijo que lo más profundo es la piel. Como sea, la piel es la frontera con el mundo. La superficie de la belleza y el lugar de las heridas. Aunque lo disimule, el ojo también es piel. Una particularmente vulnerable. El exterior/interior se organiza en la mirada. Este espacio tiene que ver con la construcción de un modo de mirar. Una forma de subjetividad a través de un modo de mirar teatro.

lunes, 21 de mayo de 2012

El después de los objetos

El zoo de cristal, Tennessee Williams
El drama de Otelo no puede concebirse sin el pañuelo de la sospecha, el mundo frágil de Laura Wingfield se patentiza en su colección de animalitos de cristal. Los objetos de la escena no son superfluos. Inanimados, tienen el privilegio de vehiculizar el arte del actor, de ingresar en  un mundo Otro, el universo poético del teatro. Viven en la póiesis del teatro.
Esto me retrotrae a una experiencia personal. En el final de una pieza teatral que no viene a cuento, la protagonista increpa vehemente a su amante blandiendo una carta, al parecer cargada de revelaciones. Furiosa, la estruja y la arroja al piso. Allí queda. Des-cartada. Silenciosa.
La obra concluye. La actriz avanza y aparta con el pie, descuidadamente, lo que fue la carta de la discordia, la que tanta pasión había desatado. Ahora es sólo un bollo de papel que se atraviesa en su camino al saludo final. Un residuo.
Sentí un desgarro. Fue como una muerte. Un gesto apenas me enfrentó brutalmente con la inexorabilidad del teatro perdido. Destino fatal de los objetos de la escena, morir al cabo de cada función.
En su Magdalena del Ojón, Emeterio Cerro juega brillantemente con esta  dialéctica vida/muerte de los objetos de la escena. Los actores se valen de toda suerte de elementos que arrojan una vez utilizados. Abandonados, se amontonan en el escenario.
Des-investidos, despojados de su ropaje de ilusión, devienen meros desechos.
Pero, en la escena final, Cerro se atreve más allá. Dos personajes nuevos concentran la acción teatral y, por el fondo del escenario, la galería de personajes que hasta entonces habían animado la escena, aparecen amontonados en una carretilla. Como objetos descartados. Como personajes vaciados. Cuerpos secos. Cuerpos de utilería.

jueves, 10 de mayo de 2012

Serie Cerro. Grafía de una dramaturgia

Portada de Teatralones, Emeterio Cerro, 1985.
diseño Rodolfo Azaro
 
En esta imagen hay una poética. Es una suerte de cartel en negro, con desniveles, donde resaltan en blanco las letras del título: Teatralones; las “A” y la “O” son espacios llenos de blanco o, lo que es lo mismo, son vacíos. Decisión estética para nada azarosa en un teatro que sucede en esos años donde el horror de la dictadura estaba escandalosamente próximo.
El motivo central de la tapa, esa suerte de cuadrado mal recortado en cuyo interior asoma una figura fálica de grandes ojos estrábicos, desorbitados, denota una mirada oblicua. Desmesurada. Superficies de texturas diversas, densas, casi corporales. Fragmentadas, que intrusan unas a las otras, conformando un conjunto inestable. Y, desde luego, todo negro sobre blanco, blanco sobre negro. Un mundo de claroscuros enmarcado en una especie de cortinado, por esta voluntad de Cerro de conservar las estructuras canónicas para parodiarlas. Un telón formal y de pronto la irreverencia, el fragmento, el cuerpo. En fin, el teatro Cerro.
Y en el extremo superior, acaso, la sombra de Emeterio, un autor vigilante de un texto trabajado al detalle. Una lengua a la vez lúdica y precisa. Una cabeza con orejas prominentes, quizás a la escucha. Armonías y disonancias. Partitura de palabras encadenadas.